PENSAMIENTOS QUE ME HAN MARCADO Y ME HAN HECHO MEJOR PERSONA.

"El año pasado deje de fumar, beber y mi adicción al sexo. Fueron los veinte minutos peores de mi vida." George Best.

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Bienvenidos a "Navigatio, la novela", un blog creado para ser un punto de encuentro entre un autor y sus lectores. Estaré encantado de recibiros en este pequeño refugio digital y compartir opiniones, dudas, sugerencias e inquietudes con vosotros.

lunes, 29 de noviembre de 2010

Los primeros capítulos del ebook "Cinco segundos" GRATIS!

TITULO: Cinco Segundos.



Autor: Javier González





“Si quieres saber como se ríe Dios,

cuéntale tus planes”



Proverbio árabe.




PREFACIO



CAPITULO 1.- LA VIDA PASA EN UNOS SEGUNDOS.







El día era hermoso. Lleno de sol, de calor y de vida. La luz se tamizaba entre las ramas y las hojas de los árboles de aquel viejo y frondoso jardín.

Fogonazos de claridad acariciaban los gruesos y nudosos troncos de los castaños, olmos y acacias, algunos casi centenarios, hiriendo con un verde luminoso la extensa pradera de hierba.

El aire estaba lleno de matices de aromas gracias a los jazmines y a la inmensa buganvilla que trepaba por las columnas del porche de la casa. La mansión era una réplica de la casa del Gobernador. Ahora ya tan lejos, como si hubiera sido un sueño.

- ¿Estás preparado? -jadeó el hombre mayor que sudaba copiosamente, mientras acariciaba con la planta desnuda de su pie derecho, la superficie del balón de fútbol-. Ahora la voy a meter por la escuadra.

- ¡Papá, ven al porche! -le gritó una atractiva joven que leía un libro desde el sombreado y fresco refugio de la galería-. ¡Acabará por darte una insolación!

- ¡Oh, vamos cariño!, no te preocupes por él. Es tan sólo un chiquillo de setenta y dos años-, contestó con sorna la madre de la muchacha, que preparaba a su lado unos esquejes de rosales. ¬

La joven la miró casi con impotencia. "Sólo he conocido un belga irónico en mi vida, tu madre. Por eso me casé con ella, a pesar de nuestra diferencia de sexos”.

-¡El último gol, nena!-, gritó el anciano que todavía jugaba al fútbol. Y compuso un de aquellas sonrisas que a la madre de aquella joven siempre le habían parecido irresistibles.

Su hija movió la cabeza con gesto de derrota.

- ¡Tira ya, abuelo! ¡Esta te la voy a parar! -gritó el diminuto portero de once años, mientras palmeaba sus manoplas recién estrenadas, tal y como se había fijado que hacían los profesionales.

El anciano dejó de acariciar la pelota, se separó unos pasos de ella, y con una agilidad impropia de su edad, realizó una corta carrera y chutó el balón utilizando su empeine, metiéndolo por debajo del esférico.

La pelota trazó una parábola perfecta que hizo inútil el salto de su nieto.

El balón sacudió por dentro las redes de nailon de la pequeña portería.

Se había colado por la escuadra.

- ¡Por la escuadra! -le gritó feliz y retador como el niño que había sido, mientras señalaba con el índice y el brazo enhiesto el ángulo de madera pintado de blanco de la portería.

- Sin barrera esta "chupao" -rezongó su nieto-, levantándose malhumorado del césped.

- Vamos, no pongas excusas de mal perdedor-. Su abuelo seguía conservando un oído magnifico. Y le gustaban los malos perdedores, sabía que eran los más luchadores. -Te toca servirme una limonada, ésa era la apuesta.

El niño agachó la cabeza, dando un tinte entre teatral y dramático a su derrota y se giró hacia el porche.

- Eh, ven aquí a darle un abrazo a tu abuelo.

Esteban corrió hacia él y le abrazó.

- Vas a ser un gran tipo, ¿lo sabías? -le dijo mientras le estrujaba con sus grandes y todavía fuertes brazos.

-¿Voy a ser un gran portero, abuelo?- A los once años siempre se busca la concreción en la vida.

- Los grandes tipos suelen ser grandes porteros-, le tranquilizó.

El muchacho le devolvió una franca sonrisa.

Antes de que se le escapara de la presa de sus brazos, le susurro al oído:

- Dile a tu abuela que me ponga un chorrito de medicina en la limonada, ¿de acuerdo?- dijo mientras le guiñaba un ojo. La medicina era una generosa dosis de Hendrick´s, su ginebra favorita y, "probablemente el único motivo razonable por el que Dios había puesto ingleses en el mundo", como solía decirle a su mujer.

El muchacho se alejó corriendo hacia la sombreada galería.

El hombre mayor se puso las manos en las caderas, mientras intentaba recuperar el resuello.

Contempló la fachada de la enorme mansión, de la que se sentía íntimamente orgulloso. La casa del Gobernador. De una planta magnifica, con aquellas grandes columnas cuajadas de buganvilla, "sólo crecen en África”, "crecerán en nuestra casa, tú y yo somos parte de África”'. Detuvo la mirada en su mujer, Claire, un regalo anticipado del Cielo, en su hija pequeña, y en su tercer nieto. Todo está bien, pensó satisfecho.

Todo estaba magníficamente bien.

Entonces sintió una punzada en el corazón. Fría y lacerante como la hoja de un cuchillo.

Se llevó instintivamente la mano al pecho.

El segundo golpe de dolor fue aún más brutal, se mareó y cayó de rodillas al suelo, para a continuación rodar sobre sí mismo en la hierba.

Quedó mirando al cielo, y le maravilló el color azul que tenía, muy azul, de un azul luminoso y líquido.

Volvió pesadamente la cabeza hacia el porche. Su nieto volvía corriendo hacia él; su hija había derribado la silla de lona y teca, el libro que leía había caído al césped y sus páginas se movían como un armonioso abanico. Ella también corría hacia él. Todo se movía lentamente, sin ruidos.

Su mujer le miraba desde la galería, de pie, con unos esquejes de rosal en su guante de jardinero. Ella no corría hacia él. Ella sabía lo que pasaba.

Podía sentir la serenidad de su mirada, la calma de sus ojos azules que no parecían envejecer nunca, siempre hermosos. Y eso le reconfortó.

Entonces apareció el rostro de su nieto. El había sido el más rápido. Eso estaba bien. El niño abría la boca y gesticulaba, pero no podía oírle, había terror en sus ojos. Eso no estaba bien. Sólo los niños y los perros huelen a la Muerte.

Otra vez llegó la puñalada, la Vieja se estaba ensañando con él, de tantas veces como se le había escapado. Se llevó la mano de nuevo al corazón, y las yemas de sus dedos rozaron el bordado de las iniciales de su camisa, J.S. Jorge Salvatierra, hasta tu propio nombre se te hace extraño cuando te estás quedando a solas con tu alma.

Súbitamente todo se hizo blanco. Un blanco brillante.

Dicen que cuando vas a morir, toda tu vida pasa ante tus ojos en unos segundos.

Sonrió.

Se dispuso a ver su vida. Porque su vida era de esas que merecía la pena verse




CAPITULO 2. - EL EDIFICIO. AGOSTO DE 2002.







Se sintió flotar en una calma cálida y absoluta, donde la oscuridad no daba miedo.

Podía oír su propio corazón, pero no, era el corazón de su madre. Le hubiera gustado quedarse ahí y que ese momento, ese recuerdo que no recordaba, hubiera sido eterno.

Sintió que su cabeza se sumergía en un líquido tibio y jabonoso con un golpe suave, sordo y metálico que reverberaba en el agua de la tina, se había escurrido de las manos de la mujer que lo bañaba. Como volver otra vez a la placenta, pero no era su tiempo.

Un destello de luz hiriente que se teñía de azul, el Paseo de la Concha de San Sebastián era azul, tras una lámina de plástico coloreada de un gorrito infantil de mimbre.

El rebuzno de un burrito encerrado en una cuadra con techo de planchas acanaladas y paredes de adobe. El burrito llamando a su madre. Su primera noción de memoria.

La pedrada en la frente, con un golpe seco, la textura del canto rodado y la sangre caliente y gruesa, resbalándole por la nariz, cayendo en un cuajarón en los labios, sintiéndola en la lengua.

La pelea en el patio, "me rindo", para luego aplastarle la cabeza contra el suelo, "yo no me rindo nunca, hijoputa".

El primer beso, en aquella terraza del Club Náutico, con los labios sudorosos; los besos eran salados entonces.

El vuelco en el coche, el cielo arriba y abajo, los terrones de tierra saltando, las ramas entrando por las ventanillas, como unos dedos huesudos, largos, oscuros y furiosos. Pero no era su tiempo. Sí fue el de Agustín, Luis y Teo, pero no era el suyo.

El campo de hierba verde y luminosa, tres asistencias de gol y un gol, el partido perfecto. La camiseta oficial, deslumbrante con sus rayas blancas y rojas. Aquel giro cerca del defensa para cubrir el balón y dar tiempo al desmarque del compañero; los tacos que se hunden en hueco de arcilla untuosa, donde antes había césped. La pierna rígida, la rodilla que no puede girar, clavada a la pierna, que acaba girando. El dolor, el dolor absoluto. Y las lágrimas, gordas y calientes de rabia. Ya no habría más fútbol.

El hemiciclo del Aula Magna de la facultad de derecho, las bancadas de madera, el último examen de la carrera. Civil IV, el examen perfecto para matrícula de honor en la convocatoria de junio. El ruido de los folios al doblarse antes de desaparecer en el bolsillo trasero del vaquero. “¿No entrega usted el examen, Salvatierra? No me ha salido bien”, sin mirarle a la cara.

Entonces apareció en un fogonazo la fachada blanca e imponente del edificio.

Y la película pareció detenerse.

El edificio le miraba a él, y él miraba al edificio. Allí estaban los dos, como retándose y evaluándose. Jorge Salvatierra se sacó la arrugada tarjeta que llevaba en el bolsillo de su camisa con la dirección de su cita apuntada. Lo hizo más que nada por ganar tiempo, porque en algún momento sintió que el edificio estaba ganándole.

"Casino Militar. Gran Vía 13. 10 a.m. Col. Monistrol", la cuidada caligrafía de su padre, de internado inglés. "Tú y tus hermanos sois unos blandos, como vuestra madre. En Oxford os tenía que haber dejado, en la puerta de un internado inglés con ocho años y haberos recogido con dieciocho, como hizo conmigo vuestra abuela". La abuela dejó un niño con ocho años en Inglaterra para recoger, diez años más tarde, un alevín de tiburón de los negocios.

Le había escrito la dirección, la hora de la cita y el nombre del contacto, en una de sus tarjetas personales. Debajo de su nombre, "Jorge Salvatierra de Cuevas, Consejero Delegado" en letras con relieve, de esas que hacen cosquillas en las yemas de los dedos y te dicen que el tipo que da la tarjeta es importante y tiene poder y dinero, y que lo único que te va a dar gusto al conocerle van a ser esas cosquillitas en las yemas de los dedos de las letras termografiadas de la tarjeta, porque si puede te va a arrancar un brazo. O los dos brazos. O lo que haga falta, con tal de seguir acumulando poder y dinero.

Jorge miró de nuevo aquellas palabras escritas por su padre. Debía ser lo único que le había escrito en los últimos veintidós años, los que Jorge tenía exactamente.

Levantó por fin la vista de la tarjeta con un gesto de seguridad, para que lo percibiera el edificio. Había heredado la mirada verde de su madre, y su sonrisa perfecta y dulce. Pero tenía los gestos duros y afilados de la cara de su padre. Un coctel genético que le proporcionaba unos altísimos rendimientos con el sexo opuesto. La dicotomía ángel o demonio parecía atraerlas como un imán.

Levantó la barbilla componiendo un gesto desafiante.

El Casino seguía mirándole hierático desde su imponente fachada principal, la que daba a la Gran Vía, en otro tiempo la más importante y más elegante arteria de la vida social madrileña.

Aunque eso debió de ser mucho tiempo atrás, porque a pesar del dinero invertido por el Ayuntamiento en el remozamiento de sus principales edificios, lo que otrora fue arteria de glamour y abolengo, ahora era ribera de turistas, trileros, buscavidas, putas y gentes de todos los colores. O lo sería más tarde, cuando comenzara a caer la “fresca” y la poblaran de nuevo sus habitantes, que volverían a la calle cuando el sol ya no pudiera estrangularlos.

Jorge interpretó el reflejo de una ventana del Casino como un "sí".

Sin quererlo tragó saliva y volvió a admirarse de la serena majestuosidad del edificio de estilo modernista, con sus grandes ventanales y balcones de barandas forjadas con formas imposibles, sus extrañas gárgolas y sus enormes toldos, dispuestos como velas a punto de cazar viento para que el Casino dejase de ser un gran barco varado en la Gran Vía.

“Voy a entrar”, pensó retándose a sí mismo. O quizá no lo pensó y lo dijo en voz alta para que el edificio lo oyera. Miró el templete de hierro y cristal que cubría como una inmensa visera el portal principal, se acomodó la mochila con los apuntes en el hombro y entró en el edificio.

El interior el portal, con forma de media luna, era inmenso. Con el tiempo iría descubriendo que todo el Casino parecía estar afectado de gigantismo.

“Aquí debía caber un coche de caballos”, pensó el estudiante de derecho con acierto, porque esa fue la primitiva función para la que fue diseñado el enorme zaguán.

Jorge sintió como la gran puerta enrejada se cerraba a sus espaldas y una corriente de aire parecía envolverle el cuerpo. Una vaharada como de un aliento vivo y eléctrico que hizo que el vello de sus brazos se erizase.

Sus ojos recorrieron la estancia hasta detenerse en un grupo de cartones arrinconados en una de las esquinas del portal, junto a un gran macetero de terracota y un frondoso ficus. Encima de los cartones parecía dormitar un hombre, un mendigo.

Subió con cuidado de no despertarle los cinco amplios escalones de mármol que le separaban de la puerta principal, y abrió con suavidad una de las grandes puertas de madera con cristales coloreados y emplomados, que daban acceso al vestíbulo del edificio.

A Jorge, el Casino comenzó a antojársele como una de esas muñecas rusas que siempre esconden una más pequeña en su interior. Aunque él debía estar haciendo el recorrido a la inversa, porque cada nueva estancia que descubría era mayor que la anterior. Detrás de un inmenso mostrador de madera oscura descubrió la segunda presencia de vida humana en el interior del edificio.

Era una mujer de edad indefinida. Jorge pensó que bien podría haber estado ocupando aquel puesto detrás el mostrador desde 1.916, año en que fue inaugurado el edificio. La mujer le miraba fijamente, por encima de sus gruesas gafas de pasta de concha. Lucía un peinado imposible de color violeta desvaído, el rostro, pequeño y delicado, parecía blanqueado con polvos de arroz. Un suave colorete remarcaba sus angulosos pómulos y un rouge de labios, que ya lo hubiera querido Marilyn para seducir a Kennedy, terminaban por definir un rostro inolvidable. En sus manos descansaba, ahora paralizada, una labor de ganchillo. La recepcionista estaba escoltada por dos enormes bustos de bronce. Uno del rey Alfonso XIII, que le miraba con una mezcla de altivez, desprecio y chulería. El artista había sabido plasmar el carácter del Borbón. Y el otro del cabo Cascorro, éste con una mirada que deambulaba entre el esfuerzo y el espanto. El esfuerzo del soldado honrado, y el espanto de convertirse en héroe un poco a la fuerza, porque tocaba. Sendas placas de latón dorado daban cumplida justificación de las razones por las que los bustos ocupaban lugares tan principales en la recepción del edificio. El del monarca por haberlo inaugurado, y el del cabo por ser un héroe de Filipinas, lo que le había valido, a este último, ser "primer socio honorario y gratuito del Casino", como remarcaba la leyenda grabada en la placa. Lo de la "gratuidad" para el héroe volatilizado en la lejana colonia ultramarina, mientras apilaba latas de gasolina para volar un blocao de insurrectos era todo un detalle, pensó Jorge.

A espaldas de la recepcionista descansaba una enorme águila imperial disecada. El ave rapaz extendía sus alas como protegiendo a la mujer y enmarcándola como principal punto de referencia en aquel escenario irreal.

Un enorme reloj de pared marcaba minuciosamente el paso del tiempo con ecos de muelle y caja de madera.

- Buenos días-, rompió el fuego Salvatierra ante la esfinge.

- Buenos días-, la buena educación siempre abre las latas más difíciles-. ¿Se ha perdido, joven?-, le contestó la esfinge cobrando vida.

Era como si hubiera leído su alma. Pero, ¿quién no se encontraba perdido con veintidós años, en ese crucial momento en el que tienes que decidir que hacer con tu vida?

- No señora-, le contestó impostando una falsa seguridad-. Estoy citado con el coronel Monistrol.

La peculiar cancerbera del edificio le miró de arriba abajo. Luego bajó los ojos y pareció consultar una ficha de bibliotecario que había junto a de la pelota de ganchillo.

- ¿Su nombre?- No quiso dar pistas.

- Jorge Salvatierra.

El cruce de esfinge y geisha hizo un interminable silencio.

- Sí-, dijo por fin, después de comprobar minuciosamente que las dos palabras recién articuladas por el visitante coincidían con el nombre y apellido que estaban escritos en la ficha-. El coronel le está esperando en su despacho de la Biblioteca, en la tercera planta. - ¿Conoce usted el edificio, joven?

- No señora-, miró de reojo hacia el nacimiento de la señorial escalera de mármol que debía conectar todas las plantas del inmueble, y hacia la jaula, de un elaborado enrejado modernista, que contenía la cabina del ascensor, en cuyo interior parpadeaba una luz mortecina.

- O por la escalera o por el ascensor-, la recepcionista pareció adivinar sus pensamientos.- Por el ascensor si no tiene prisa, porque suele estropearse, e Ismael tardará un par de horas en sacarlo.

- Subiré por la escalera para no hacer esperar al coronel-, convino el visitante.- Muchas gracias, señora...,- a Jorge le gustaba conocer el nombre de las personas con las que hablaba, un tic heredado de su padre.

- Violeta, como el pelo, -le aclaró ella-. Y soy señorita, y esto último lo añadió con un deje de fastidio preñado de coquetería.

- Muchas gracias, señorita Violeta-, le contestó Jorge con una sonrisa en absoluto forzada.

- Tiene usted una sonrisa muy bonita, señor Salvatierra, a las mujeres nos gustan las sonrisas así.

Jorge sintió que se ruborizaba. ¿Estaba intentando flirtear con él?

- Bueno, usted también tiene un..., una... -No iba a dejarla sin una galantería.

- Sí, yo tengo un águila imperial preciosa-, le contestó con fastidio mientras con una de las agujas de ganchillo señalaba a la rapaz que le guardaba las espaldas. El estridente timbre de un teléfono rompió el encanto de la escena.

- Sí. -La señorita Violeta cogió el auricular de baquelita negra, uno de los primeros modelos de Graham Bell, pensó Jorge-. Sí, el señor Salvatierra acaba de llegar, ahora mismo iba a subir a la Biblioteca.¬

Tapó el auricular con una de sus manos.

- Suba, está impaciente por conocerle-, le dijo con un guiño cómplice.

Jorge le sonrió de nuevo; por alguna razón la señorita Violeta le había producido una inmediata empatía. Se dio media vuelta y se dirigió hacia el nacimiento de la palaciega escalera.

Comenzó la ascensión admirando la arquitectura interior del edificio, que podría haber sido diseñado por Gaudí, y se detuvo en el rellano de la primera planta para contemplar un magnífico mural de bronce.

La plancha escultórica reproducía en relieve la silueta de un barco de guerra que parecía surcar orgulloso un mar embravecido. Las crestas de la olas metálicas que rompían contra su quilla, relucían con reflejos dorados, debido al desgaste de años de pulido y abrillantado. Se acercó al mural para poder leer la leyenda de su placa informativa, grabada en el bronce en letras diminutas. No hizo falta.

- La cañonera Tifón -le explicó una grave voz masculina, como salida de ninguna parte, a sus espaldas-. Una donación del Casino para nuestros camaradas de la Guerra de Cuba.

Jorge se volvió intentando disimular su sobresalto. El propietario de la explicación era un hombre mayor, pero todavía de aspecto imponente, alto y fuerte. Lucía un vistoso bigote negro de guías erizadas y una melena del mismo color, aceitada y recogida en una gruesa coleta. Por fuerza debía teñirse el pelo, aunque el gesto coqueto no rebajaba un ápice su aspecto inquietante. Sus ojos oscuros, sus pobladas cejas, su barbilla partida y sus marcadas mandíbulas, componían un gesto masculino, leonino y fiero. Era uno de esos tipos con los que automáticamente deseas llevarte bien. Además, su atuendo le daba un plus intranquilizador a todo su aspecto. Iba vestido como para practicar esgrima.

- La Tifón tuvo que volver a Cádiz a mitad de travesía-. El hombre vestido de esgrima continuaba su explicación mirando con un gesto misturado de añoranza y contrariedad el mural de bronce. -O nosotros tardamos mucho en fletar el barco, o los americanos tardaron muy poco en terminar la guerra.

- Una historia curiosa -reconoció Jorge.

El espadachín apartó la mirada de la plancha de bronce y la clavó en el visitante.

- Este edificio está lleno de historias curiosas, muchacho. Si se queda el tiempo suficiente, irá conociendo alguna de ellas -le contestó ensayando una media sonrisa, gesto que tranquilizó de gran manera a Jorge.

- Le agradezco la explicación, señor...

- Soy el capitán de fragata Aquiles Nerea Urquijo -le tendió una mano fuerte y nudosa, que Jorge estrechó de inmediato-. Dos cosas debe saber usted sobre mí por si acabamos intimando, y quiere conservar el aspecto lozano que luce ahora.

Salvatierra abrió desmesuradamente los ojos, pero por fortuna al señor Aquiles aquél gesto le debió parecer más de atención que de sorpresa, y prosiguió con su discurso sin más incidentes.

- Nunca, repito, nunca y bajo ningún concepto-, prosiguió el espadachín, me llame usted Nerea-. Sus mejillas se encendieron y sus ojos adquirieron un extraño brillo. Lo de Nerea fue una ocurrencia de mi madre, que siempre quiso tener una niña, y ya ve, yo vine al mundo con cabo. Y la segunda, es que no se le ocurra escribir mi nombre con k. Yo soy Urquijo con q. Lo de escribir los apellidos vizcaínos con k en lugar de con q y tx en vez de ch, debe ser una nueva moda del otro lado de la ría. Y a mí de modernidades las justas. ¿Le han quedado claras estas dos cositas joven, o se las repito?

- Meridianamente claras, mi capitán de fragata-, le aseguró Salvatierra.

- Chico listo -dijo el marino después de escrutarle varios segundos-. Cómo habrá advertido por mi indumentaria soy el maestro de armas del Casino, esgrima antigua, nada de mariconadas italianas -le aclaró-. ¿De que arma es usted, joven?

- Me llamo Jorge Salvatierra, soy civil, estudiante de derecho ¬-le contestó.

- Mal estudiante de derecho debe ser usted para estar en agosto en Madrid-, le espetó sin miramientos y con cierto tono de reproche.

- Me queda una para terminar la carrera -se defendió casi incómodo-. He venido para preparar el examen de septiembre, por invitación del coronel Monistrol.

- Pues estudie joven, y hágase un hombre de provecho -le salmodió el maestro de esgrima volviendo a cruzar sus fuertes brazos detrás de sus anchas espaldas-. ¿Practica usted la esgrima?

- No señor-, reconoció Salvatierra.

- Pues venga a verme cuando quiera, no parece en muy mala forma-, observó con mirada profesional los todavía fuertes muslos que ceñían sus vaqueros. Recuerde siempre que nunca se es un caballero completo si no sabe sostener un sable en una mano y un güisqui en la otra. -Y sin más explicaciones, se giró sobre sus talones con cierta elegancia carente de toda afectación, y dirigió sus pasos hacia el piso superior.

Jorge, sin saber porque, sonrió al hueco vacío de la escalera y se volvió de nuevo hacia el mural de bronce.

Sin quererlo sintió lástima por aquel barco que nunca llegó a su guerra, y pensó que la vida podía llegar a ser muy cruel y que, a veces, no había segundas oportunidades.








CAPITULO 3. - EL CORONEL MONISTROL







En la placa de metal abombada y esmaltada podía leerse "Biblioteca", en letras azul marino sobre fondo blanco.

El estudiante de derecho abrió una de las hojas de la puerta de madera y cristales de colores.

La vista de la sala principal de la biblioteca le impresionó. El suelo era de tarima de castaño, tan antigua como el mismo edificio. Grandes armarios repletos de libros nacían desde el suelo, se interrumpían en la balaustrada de forjados del segundo piso, para volver a trepar hasta el techo, decorado en escayola y policromados frescos llenos de ángeles, querubines y sabios de la antigua Grecia. Todos parecían flotar entre nubes y cielos azules, como custodiando desde las alturas aquél inmenso templo del saber. Los lomos encuadernados en piel de miles de volúmenes, se mostraban orgullosos en los estantes, perfectamente alineados y compactos. Los puestos de los lectores se ordenaban a los lados de una interminable mesa de caoba de un tablero pulido y brillante que recorría longitudinalmente la sala. Todos disponían de un atril de la misma madera, y una tulipa individual de cristal verde.

La luz inundaba con suaves contrastes la inmensa estancia, filtrada por los toldos de los grandes ventanales que daban a la calle Clavel. Cada ventana formaba un haz de claridad que rompía la penumbra y quietud del salón. En aquellos focos de luz se reflejaban en suspensión minúsculos filamentos de polvo y pelusas.

Jorge pensó que en cada una de aquellas partículas suspendidas en el aire, debía de haber fragmentos de historias salidas de algún libro. Limaduras de relatos.

También pensó que aquel podría ser un gran lugar para estudiar.

Si tuviese la necesidad o la voluntad de hacerlo.

Distinguió a un solitario lector casi en el extremo de la mesa, rompiendo el orden de sillas vacías.

En el centro de unas paredes laterales del salón se apreciaba una especie de tribuna, elevada sobre la perspectiva de los puestos de los lectores. Aquél púlpito debía de ser el estrado del lector principal, y estaba ocupado por una sombra que le miraba. La sombra pareció cobrar vida repentinamente, bajó de la plataforma, y se dirigió hacia él.

La silueta oscura se bañó de luz en el último ventanal y Jorge descubrió un hombre mayor, menudo y nervioso, con un fino bigote cano, unos ojos vivarachos y un gesto hosco.

- Comandante Nebrija, soy el encargado de la biblioteca-, le dijo presentándose como en una descarga de fusilería.

- Encan...

- El señor Salvatierra supongo -le cortó-, el coronel Monistrol le está esperando en su despacho, acompáñeme.

Jorge cruzó la gran sala de lectura, siguiendo a Nebrija como Livingstone hubiera seguido a su explorador nativo buscando el nacimiento del Nilo. Se cruzaron por la espalda del solitario lector, un caballero de aspecto venerable, con un traje claro de estambrilla, que parecía enfrascado en la lectura de un periódico de época. Probablemente un investigador, pensó Jorge.

Salieron del salón a una gran sala semicircular en cuyas paredes colgaban decenas de cuadros con cartografías en relieve de escayola.

- Espéreme aquí-, por el tono, no hizo falta que Nebrija añadiese “es una orden”.

El comandante jubilado se escabulló entre las hojas de la puerta del despacho del “Presidente del Casino”, como rezaba la correspondiente placa de latón abombado, esmaltada en blanco brillante y con letras azules.

Jorge se quedó sólo en la sala de media luna. Siempre le habían fascinado los mapas en relieve, y se acercó para observar con más detenimiento los cuadros de yeso policromado. Todos parecían reproducir cartografías de los escenarios donde se habían producido grandes batallas. Allí estaba la bahía de Santiago de Cuba, con las maquetas diminutas de los barcos españoles y las trayectorias punteadas de sus derrotas sobre un mar congelado por una capa de esmalte. Con cruces negras se habían señalado los lugares donde nuestras naves habían sido hundidas en desigual combate contra los modernos acorazados y cruceros yanquis. Los nombres del Infanta María Teresa, Vizcaya, Cristóbal Colón, Almirante Oquendo, Furor y Plutón, parecían flotar sobre las aguas paralizadas. Otro cuadro representaba la toma de Manila, la capital de Filipinas, con el cerco de los barcos americanos otra vez, la líneas de avance de su infantería, los últimos baluartes españoles...épica en escayola pintada.

Le llamó la atención un tercer cuadro en mitad de aquella colección cartográfica de heroicas derrotas. Era un cuadro que parecía reproducir un volcán apagado. “Caldera de San Carlos. Fernando Poo”.

- Ya puede pasar-, la voz de ordenanza de Nebrija le sacó de sus observaciones-. La mochila, -le pidió como quien exige un arma.

Disciplinadamente, Salvatierra le entregó la mochila con sus apuntes y se introdujo en el Sancta Sanctorum del coronel Monistrol. Sus ojos tuvieron que acostumbrarse a la penumbra del despacho. El inquilino pareció darse cuenta de que su visitante necesitaría de un bastón blanco para llegar hasta su mesa.

- Disculpe-, le dijo una voz profunda y algo rota desde un punto indefinido de las tinieblas-. Una manía esto de trabajar a oscuras.

El propietario de la voz aguardentosa debió desplazarse en silencio para correr las pesadas cortinas que ocultaban dos grandes ojos de buey. La luz del día, le descubrió a Salvatierra un lujoso camarote de barco, enteramente forrado en preciosas y brillantes maderas oscuras. Decenas de instrumentos de navegación en latón dorado, colgaban de las paredes, junto a metopas de buques y lejanos puertos ultramarinos.

El hombre que había hecho la luz en la estancia, se dirigió hacia él con la mano derecha extendida. Vestía una anticuada, pero impecable, levita negra. Debía de tener cerca de setenta años, pero lucía un aspecto saludable. Tenía el cabello blanco todavía abundante, y pulcramente peinado y aplastado al cráneo. Unas pobladas y largas patillas albinas, un rostro ligeramente bronceado, y unos ojos de un azul acerado, que todavía desprendían vitalidad y determinación. La estampa perfecta de un viejo lobo de mar salido de un relato de aventuras de Kipling.

- Le agradezco la amabilidad que ha tenido al recibirme, coronel Monistrol-, le estrechó la mano con una sincera sonrisa.

- Vamos, vamos, es una satisfacción para mí tenerle aquí. No acostumbro a desatender llamadas de un ministro. -Este comentario incomodó ligeramente a Jorge-. No sabía hasta donde su padre había movido los hilos para encontrarle un lugar donde estudiar en agosto en Madrid, “con todas las garantías”. -Pero siéntese por favor, continuó el coronel-, hablaremos más cómodamente sentados.

Cada uno ocupó su asiento en el lugar correspondiente a cada lado de la mesa.

- Tiene usted un despacho precioso -reconoció sin falsa adulación el estudiante de derecho.

- Es una reproducción exacta del camarote del comandante de nuestro buque escuela, el Juan Sebastián Elcano-, le informó sin disimular su orgullo-. Toda la madera es caoba de Cuba, como el original. Un capricho de nuestro fundador, el almirante Alfonso de Manterola -añadió. El almirante siempre quiso comandar el buque escuela. No le dejaron, cosas de la política, así que se trajo Elcano al Casino.

- Una historia curiosa -le reconoció el estudiante. “Este edificio está lleno de historias curiosas”. Jorge se sintió inmediatamente atraído por el cuadro que presidía el despacho, a espaldas del coronel. Era el retrato de cuerpo entero de un hombre joven y apuesto. Vestía uniforme de explorador tropical. Salacot blanco, tres cuartos y pantalones azul claro, botas altas con lengüetas que le cubrían las rodillas, cinturón ancho del que colgaban un sable y una gran pistola en su funda de cuero, galones militares en las hombreras. Su mano derecha descansaba sobre la empuñadura del sable. En su izquierda sostenía un libro: “Apuntes de zoología y botánica”, pudo leer en la parte de la portada que no estaba cubierta por la bocamanga del uniforme. Componía la imagen perfecta de un “militar ilustrado” de la época. Al cruzar su mirada con la acerada mirada del retrato pudo sentir toda la decisión y empuje de aquel hombre. El explorador parecía rodeado de una espesa vegetación, como a punto de ser absorbido por el bosque que le rodeaba. Una selva ominosa, amenazadora e infinita. La jungla se recortaba contra un cielo azul intenso. Y en una esquina del cuadro pudo distinguir la silueta de un volcán apagado que sin quererlo, le resultó vagamente familiar.

- ¿Sirvió en Cuba el Almirante? -aventuró Jorge todavía mirando el retrato.

- Oh, no. El personaje del cuadro no es nuestro fundador -le aclaró-. Es un retrato del capitán Nicolás de Manterola, un tío del almirante por el que sentía verdadera devoción. Y no le faltaban motivos para ello -pareció reflexionar-. En cuanto vemos a un militar español del siglo XIX con salacot, pensamos en Cuba o Filipinas -prosiguió con un poso de reproche-. El capitán Manterola sirvió en Guinea Ecuatorial, nuestro paraíso perdido... Hubo un incómodo silencio, como si el coronel hubiera distraído su atención en algún recuerdo olvidado. -Pero bueno, esa es otra historia. Usted ha venido aquí a estudiar, ¿no es así, joven? -recuperó la iniciativa.

- Sí -reconoció secamente Jorge-. Me queda una asignatura para acabar la carrera, Civil de quinto.

- Pues vamos a empezar a estudiar ahora mismo. No es cosa de desairar al ministro, ni de darle un disgusto a su padre.

El coronel sacó de un cajón de su mesa un grueso tomo encuadernado en piel. Abrió el libro al azar.

- Artículo cuarenta y siete del Código Civil- le preguntó a bocajarro, mientras se ajustaba en el puente de la nariz unos quevedos de montura dorada.

Jorge recitó el artículo de memoria. Monistrol pasó unas cuantas hojas.

- Artículo ochenta y dos.

Jorge recitó el artículo ochenta y dos del Código Civil con la absoluta seguridad que le daba su portentosa memoria.

El presidente del Casino levantó la vista con una amplia sonrisa de satisfacción.

- Bueno, hoy nos ha cundido el día-, dijo cerrando el libro, quitándose los quevedos del puente de la nariz y volviendo a guardar el grueso tomo en el cajón de donde había salido. Le miró fijamente a los ojos sin dejar de sonreír.

- Ahora voy a hacerle una pregunta, joven Salvatierra. No es una pregunta de barato, y además debe responderme a la misma con absoluta sinceridad. Será un sí o un no que cambiará su vida para siempre.

Jorge le miraba atónito sin poder imaginar, en aquel instante, cuanto de verdad había en la última frase del coronel.

- ¿Le gusta a usted África?

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